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Abrir las manos de Cheri Lewis (Panamá, 1974)

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Las narraciones memorables pueden darnos la eterna juventud: verdades que no mueren. Este es el atributo más trascendentes y escaso de la literatura. Abrir las manos debe leerse con atenta inocencia porque hay criaturas mágicas en los pliegues de su prosa.
- Carlos Wynter Melo

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Lágrimas


     Cada vez que Mariana cogía con un hombre, lloraba. Y aquello era una calamidad, porque a Mariana no le gustaba llorar, pero le encantaba coger. Por eso sufría. Porque era imposible que un hombre se cogiera a Mariana sin enamorarse de ella, al igual que era imposible para Mariana acostarse con un hombre sin desenamorarse de él. Solo tenía que hacer el amor para que el mismo se le escurriera de las manos, del pecho. Nunca más los volvía a querer, y ellos no volvían a querer a nadie más que a ella.

     Cada relación la dejaba cansada, abatida, derrotada. Mariana ya no quería seguir llorando y, si coger implicaba sufrir, pues dejaría de hacerlo. Pensó que cerrando las piernas abriría su mente a un mundo de infinitas posibilidades. Y así lo hizo. Se metió en clases de natación, yoga, de danza. Corría. Le daba tres vueltas al parque sin parar. Iba a talleres de escultura, de pintura, de literatura, Leía. Leía libros por montones. Se compró siete consoladores de diferentes tamaños, texturas y colores, y satisfacía sus necesidades cada noche con uno distinto. Porque Mariana se había rendido con los hombres, mas no con el placer. Y, aunque no era del todo feliz, se mantenía entretenida, ocupada. Y estuvo entretenida y ocupada hasta que se encontró con Emilio. Lo conoció en el parque, luego de una maratón. Había quedado de tercero y la había visto llegar caso de último. Se le acercó y le dio algunos consejos para aumentar su velocidad. Tenía una sonrisa sincera, un pecho envidiable y unas piernas maravillosamente torneadas. Se encontraron en el parque la semana siguiente y empezaron a correr juntos. Luego almorzaban juntos. Cenaban juntos. Hacían muchas cosas juntos, excepto dormir juntos. Mariana había sido clara. No se iba a acostar con él. Se llevaban demasiado bien para dañarlo.

     - Todos los hombres con quienes me acuesto terminan enamorándose de mí, y no quiero que te pase eso conmigo - le decía.

     - Yo no me enamoro de nadie, Mariana. Nunca lo he hecho. Por eso me llevo bien contigo.

     - Te llevas bien conmigo porque no me has cogido. Déjalo así.

     - Tienes el ego demasiado grande.

     - No tanto como tus ganas de metérmela.

     Así hablaban, y se reían. Luego Emilio salía y se follaba a una amiga pensando cómo sería el sexo con Mariana. Mariana se quedaba en su casa y se masturbaba pensando en cómo sería acostarse con Emilio.

     Pasaron los meses. Habían guardado todas las precauciones posibles para no involucrarse demasiado. Para no herirse. Pero Mariana lo tenía muy claro: ya se había enamorado. Emilio lo tenía más claro aún: no sabía qué le pasaba. Sólo tenía la certeza de que necesitaba cogérsela, y aquello ya le estaba haciendo mal. Decidió alejarse. Pensó que sería lo mejor. La distancia que puso de por medio le dolió mucho a Mariana. Ya no la llamaba ni le escribía como antes. Quizás esta vez sería distinto, pensaba ella. Emilio era diferente. Le había asegurado que no se había enamorado jamás. A lo mejor existían los hombres así, que no se enamoran nunca, tal como existen mujeres como ella, que se desenamoran  siempre. Después de mucho pensarlo, o de no pensarlo más, agarró una botella de vino y se fue a casa de Emilio. Se sentaron en la sala. A medida que disminuía el líquido en la botella, aumentaban las risas y las bromas. Por un breve momento, las cosas fueron como antes: sencillas, libres, descomplicadas. Mariana sujetó a Emilio por el cuello de la camisa y lo besó. Lo besó con toda la intensidad que había reprimido por semanas. Emilio, absorto y maravillado por tan inesperada embestida, descargó también en ella las ganas y el afán que había guardado tanto tiempo. Deslizó su mano por debajo de la falda y le quitó las bragas. Mariana le bajó los pantalones y se metió su miembro en la boca. Luego de la felación, él se corrió dentro de ella. El sexo fue sucio y salvaje, como le gustaba a los dos. Se revolcaron en la alfombra. Contra la pared. Sobre la mesa del comedor. Culminaron en la cama. El idilio duró horas y los dejó exhaustos, extenuados, mordidos, resquebrajados. Se quedaron desnudos, ambos mirando hacia el techo mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Emilio se había enamorado y Mariana había dejado de estarlo.

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Mujer hecha pedazos


     Conocí a Marta en el cumpleaños de Cristina. Mi primera impresión al verla no fue nada extraordinario. En realidad, me parecía muy normal, con su suéter de rayas y sus pantalones ajustados. No vi en ella nada fuera de lo común hasta que se le cayó el brazo. Me afectó el sonido hueco de su miembro chocando contra el suelo, aunque no tanto como el hecho de que lo recogiera y siguiera conversando, "Debe de ser una prótesis", recuerdo que pensé, al no ver derramada ni una sola gota de sangre; sin embargo, parecía demasiado real, movía los dedos, sostenía su cerveza, se acomodaba el cabello. Conversaba con Cristina y se reían, como si ninguna de las dos pensara que lo que acababa de ocurrir fuera un evento inusual.

     Me acerqué a ellas. Apenas Cristina me vio, se abalanzó sobre mí y me abrazó. "Qué bueno que viniste, Eduardo, tienes que conocer a Marta", me dijo, "te va a encantar". Nos presentó y luego nos dejó solos. Enseguida nos llevamos bien. Era de esas personas con la capacidad de hablar sobre cualquier tema sin aburrirte. Me daba pena preguntarle lo de su brazo, y no lo hice. Además, la conversación se había tornado tan interesante que hasta me estaba olvidando del asunto.

     Después de un rato, salimos al balcón. La fiesta, al igual que todos los años, era en la casa de montaña de los padres de Cristina: una hermosa cabaña de vidrio y madera, rodeada de pinos y cedros que a veces me parecía muy acogedora y, otras, extremadamente siniestra.

     Recuerdo que me hablaba sobre un texto de Jorge Luis Borges cuando se le cayó la mano izquierda. En el momento en que se agachó a recogerla, la empujó por accidente, se le escurrió entre los barandales y aterrizó en unos matorrales en la planta baja. "¡Mierda!", exclamó en voz baja, y bajó apurada por las escaleras. Yo me quedó inmóvil. No sabía si acompañarla o quedarme donde estaba. Me asomé al balcón y vi su mano allí, en el zarzal. Le iba costar alcanzarla, y ni pensar en el peligro de los mapaches. La casa de Cristina está rodeada de ellos, los hay por todos lados. Una vez conté hasta cuarenta. Afortunadamente, ninguno se acerco demasiado antes de que Marta apareciera junto al matorral. Pobre mujer. Estaba buscando donde no era y la tuve que ayudar. Todo el mundo se dio cuenta de que se le había caído la mano porque le tuve que gritar muy fuerte debido al volumen de la música. Demoramos un poco en que lograra encontrarla, hasta que por fin la agarró, la insertó en su muñeca y volvió hacia mí como si nada hubiera pasado.

     La situación se me hacía muy rara y le tuve que preguntar por qué le pasaba eso. Con naturalidad, me respondió que no sabía. Que un día, de repente, estaba en la sala de su casa y se le cayó una pierna. No era algo que le doliera, simplemente se le salía. Me contó que sus padres le hicieron miles de exámenes, cirugías y tratamientos que solo lograron traumarla. "Fueron años de sufrimiento, hasta que un día me cansé". Me dijo que ya le tocaba vivir con eso y que, con el tiempo, había logrado verlo como algo normal. Normal, al menos para ella, pensé yo. Le pregunté si alguna vez había perdido la cabeza y me dijo que sí, pero que no físicamente, si no por un hombre, y aquello había sido aún peor. "Quedé con el corazón destrozado, Eduardo. Me costó mucho reunir luego mis pedazos y eso que, como ves, tengo una vasta experiencia levantando trozos de mi cuerpo", me dijo. Se notaba un poco triste. Entonces me miró a los ojos y se rió. A pesar de su rareza, era graciosa, me caía muy bien. Me contó que una vez, en una playa, se le salió una pierna y que de no haber sido por un amigo suyo que buceaba, jamás la hubiera encontrado. Me decía esas cosas muerta de la risa. Me hubiera gustado pasar más tiempo con ella, pero al día siguiente partía para Buenos Aires. Marta era intérprete y se iba a traducir una conferencia médica sobre parálisis renal. Me dijo que era el trabajo perfecto para ella porque, además de que aprendía mucho, el hecho de meterse en una cabina disminuía considerablemente el riesgo de asustar a alguien, o de perder algún miembro de su cuerpo.

     "La gente es rara, Eduardo", me decía. "Se asustan porque a uno se le caiga una mano o un pie, pero les parece completamente normal abrirse las tetas y meterse dos bolsas gigantes de silicona. Es más, hasta lo pregonan con orgullo por ahí", decía entre risas, mientras se acomodaba la pierna derecha, que se le acababa de caer.

     Estuvimos platicando hasta el amanecer, hora en que vinieron a buscarla. Nos despedimos con un fuerte abrazo. Me dio un poco de miedo que se le cayera algo en ese instante, pero estuvo bien. Me gustó abrazarla. Sentía que lo necesitaba desde hacía mucho. Luego de ese encuentro nos seguimos escribiendo por correo y nos llamamos a menudo. La última vez que conversamos me dijo que se había emborrachado en una fiesta y se le había perdido el brazo. Por más que buscaron no pudieron encontrarlo. Y eso que hasta ofreció recompensa en el periódico. "Es muy raro que se te perdiera así", le dije, a lo que me contestó con su franqueza habitual: "Ay, Eduardo, he perdido las llaves, el pasaporte, la cartera, ya perdí el amor de mi vida, cómo no se me iba a perder también un brazo."

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Tomado de "Abrir las manos", Cheri Lewis, FUGA Editorial, Panamá, 2013.
Foto (c) Stuart Hooper




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