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Dos cuentos inéditos de Osvaldo Reyes (Panamá, 1971)

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Calorías

            El interior estaba lleno de comida.
            La refrigeradora era más alta que ella, así que la visión de latas y bolsas se elevaba muy por encima de su cabeza como una gigantesca avalancha de múltiples colores.
            Deslizó la vista por cada espacio y anaquel para luego decidirse por una hogaza de pan blanco y un frasco de color chocolate con mantequilla de maní.  Luego, dudando un segundo, tomó un frasco con mermelada de fresa y cerró la puerta de metal.
            Caminó con paso lento hacia la mesa de la sala.  Colocó el pan y los dos frascos en su sitio preferido y se sentó con cuidado.  Le dolían las piernas y le costaba moverse, pero eso tenía una explicación.
            Su peso.
            Justo antes de entrar en la cocina se había parado frente al espejo que tenía en su cuarto.  Verse con ropa era causa de una depresión mayor.  Estudiarse desnuda, una pesadilla.
            Su cuerpo en algún momento fue esbelto.  Ya no recordaba cuando.  Ahora, era una masa sin forma.  De sus brazos colgaban dos bolsas de piel que se balanceaban con sus movimientos, como la grotesca esfera de un péndulo de carne.  Donde debía estar su ombligo, tres montañas de grasa lo sepultaban.  El volumen de sus piernas les hacía competencia a los pilares de un templo griego. 
            Su rostro, abotagado.  Con dos barbillas, dos frentes y cuatro cachetes.
            Una imagen que se ve curiosa y divertida en un perrito.  Espantosa y propia de una película de ciencia ficción cuando se aplicaba a un ser humano.
            No duró ni dos segundos antes de retirar la vista del espejo y salir caminando a la velocidad que le permitían sus piernas en dirección de la cocina, sus ojos buscando con una necesidad casi animal la refrigeradora. Su oasis en medio del desierto.
            La causa de todos sus problemas.
            Untó una cantidad considerable de mantequilla de maní en una rebanada de pan.  La bañó en mermelada de fresa y se la metió en la boca con placer y asco al mismo tiempo.
            ¿Cómo había llegado hasta ese estado? ¿Cómo lo permitió en primer lugar?
            No tenía una respuesta.  Podía mentir o inventar mil excusas, pero ninguna sería cierta.  Simplemente había pasado.  Se había dejado llevar, postergando demasiado tiempo la decisión de hacer algo.
            Ahora era muy tarde.
            Masticó el último bocado y tragó.  El esfuerzo que hizo se acompañó con un dolor que nunca había sentido.  Como una presión en todo el centro del pecho.  Un dolor similar en su hombro izquierdo.
            El mundo empezó a tornarse negro a su alrededor mientras el dolor empeoraba.
***
            El forense cerró el maletín y miró el lugar con curiosidad.
            Una sala que solo se podía describir como delicada.  Colores pasteles en las paredes.  Madera por todas partes.
            Un policía se acercó, guardando una libreta en su bolsillo.
            ¾¿Terminó? ¾preguntó solemne.
            ¾Sí.  No mucho que hacer en realidad.  La causa de muerte es evidente.
            ¾¿Cómo alguien se deja llevar hasta ese estado?
            El forense alzó los hombros.  No había una respuesta para esa pregunta.
            ¾¿Cuánto cree que pesaba?
            ¾Yo diría ¾dijo tomando el maletín por el asa¾que no más de cincuenta libras.  Las bolsas de vómito bajo la cama debían pesar las libras que le hacían faltan.  Mandaré el reporte después, pero la desnutrición severa tiene muchas formas de causar la muerte.  El corazón tiene sus límites…


 ***
 Ellos

            El hombre se sentó con cuidado, la silla gruñendo como un animal herido. La habitación estaba sumida en penumbras. La única lámpara, un cilindro en verde brillante alimentado con dos baterías D, apenas bañaba con su luz mortecina una esquina del cuarto. El único sonido, el suave ronronear de un ventilador portátil conectado a una batería de auto que reposaba en el piso como un bloque abandonado e inservible.
            Hizo girar la silla y se acomodó. La mesa en frente de él era una sola plancha de madera contrachapada apoyada en un armazón de hierro. Sobre la misma, un solitario celular, su lente apuntado en su dirección. No podía ver el otro lado, pero sabía que un punto rojo parpadeaba cada tres segundos, anunciando que en su memoria interna se grababa todo lo que decía o hacía a partir de ese momento.
            Se inclinó para asegurarse que su rostro quedaría enmarcado en el video. Carraspeó un par de veces antes de empezar a hablar.
¾Mi nombre es Fabián. Fabián Pineda. No sé quién verá esto o si alguna vez mi celular saldrá de esta habitación, pero no importa. Debo hacerlo por si acaso. Tal vez, algún día, mis palabras serán el único registro histórico de lo ocurrido.
Un pequeño crujido del abanico lo hizo desviar la mirada. Al regresar su atención al celular, su voz sonaba más aprehensiva.
¾No tengo idea de cómo ocurrió. Solo sé que estaba en la entrada de la casa cuando el cielo brilló. Un intenso color naranja rojizo. Como si todo el firmamento fuera una herida sangrante. Me caí de espalda y escuché el sonido poco después. Un retumbo profundo que me envolvió por todas partes, como si alguien estuviera soplando dentro de mi oído. No temo decirles que tuve miedo. Mucho miedo.
Sacudió la mano por delante del rostro, espantando una mosca que volaba cerca.
¾No es necesario ser un genio para saber que pasó. La luz, el ruido, los gritos que acompañaron el destello. No se puede poner un canal de noticias y no ver alguna nota relacionada con las crecientes tensiones entre grandes potencias. Poderes con capacidad nuclear. Creo que alguien pasó la frontera de la cordura y el mundo se fue al traste. No puedo estar seguro, pero si usted ve este video, debe tener una idea más clara de lo ocurrido. Yo solo puedo decirles lo que me pasó.
Sus ojos volvieron a desviarse hacia un punto oculto en las sombras. Su mano derecha se movió con rapidez y se estrelló contra la mesa. El celular se cayó y la oscuridad tapó el lente.
***
            ¾Disculpen ¾dijo el hombre volviendo a asomarse al círculo de vidrio en la parte trasera del celular¾. El golpe movió la cámara. Me tomó un poco de tiempo volver a poner todo en su sitio y tenía que revisar… algunas cosas. En fin, como decía, ustedes deben saber la verdad. Lo único de lo que estoy convencido es que no fue una explosión atómica. La radiación puede producir mutaciones, pero no puede explicar lo que sucedió después. No puede, no puede…
            Su voz se quebró. Se llevó las manos al rostro y respiró hondo varias veces. A la tercera pareció calmarse. Las manos descendieron y se apoyaron sobre la mesa.
            ¾Parezco un demente. Lo que quiero decir es que la explosión naranja no fue el resultado de una bomba atómica o de hidrógeno. Fue otra cosa. Algo que solo se le pudo ocurrir a una mente perversa. No sé a quién, pero como dije, si ustedes están viendo este video, deben saber la verdad. Yo solo puedo contarles lo que presencié. Lo que les hizo a mis abuelos.
            Un pito agudo sonó y se sobrepuso al ronroneo del abanico. Los ojos del hombre se abrieron como platos. Al repetirse, tomó el celular con fuerza y el cuadro fijo con su rostro fue remplazado por un incesante movimiento. Un caleidoscopio con escenas de toda la habitación.
            ¾¡No! ¡No! ¾gritaba el hombre¾. No te puedes quedar sin carga. No ahora. Tengo que advertirles. Ellos están en la casa…
            La imagen desapareció y el pito guardó silencio.
***
            ¾¿Me pueden ver? ¾dijo la voz del hombre, su rostro pegado al lente del celular¾. Gracias al Cielo decidí comprarles a mis abuelos el mismo modelo de celular que el mío y casi no lo usaban. Uno tiene una carga del 53%. El otro, el de mi abuela, casi del 100%. Su batería debe rendirme lo necesario para acabar la historia. Vayamos al grano. No se les ocurra explorar el resto de la casa. Si se enfrentan a ellos, morirán.
            Miró por encima del hombro hacia la esquina bañada por los fantasmales vapores blancos de la lámpara. El aro de luz permitía ver el borde de una puerta de madera y un picaporte color plata. Una silla apoyada contra ella bloqueaba cualquier intento de abrirla desde el interior.
            ¾Cuando vi la luz naranja y escuché los gritos, me metí de vuelta en la casa. Presentía lo que estaba pasando y no perdí tiempo. Cerré la puerta por dentro y moví una mesa contra ella. El día anterior había ido al mercado y la nevera estaba llena. Las provisiones nos durarían, bien administradas, más de un mes. Mis abuelos eran personas mayores, comían poco y yo era un vivo ejemplo de sus enseñanzas. Abrí todos los cajones y recogí todas las baterías. Apagué la luz y encendí la lámpara que teníamos sobre la nevera para emergencias. No quería que nadie supiera que estábamos en casa. No hasta que supiéramos que pasaba en realidad.
            Corrí a la habitación donde descansaban mis abuelos y toqué la puerta. Ese debió ser mi primer aviso. Fui recibido por silencio, en lugar de por la despreocupada voz de abuela Carmen. No le di importancia y abrí la puerta. Ese fue mi primer error.
            Todo estaba a oscuras. La llamé y no me respondió. No tenía por qué tener miedo de ella y afuera una guerra había estallado. Era importante que estuviéramos juntos. Di unos pasos vacilantes dentro de la oscuridad, más por miedo a golpear un mueble que por otra cosa. Seguía diciendo su nombre y el silencio seguía siendo mi respuesta.
            Hice lo único que se me ocurrió. Saqué mi celular y lo encendí. Su luz no llamaría la atención de los vecinos y posibles saqueadores. Los familiares contornos tomaron forma y fui deslizando la luz de izquierda a derecha. Un televisor apagado, un anaquel, un aparador y un espejo que me regresó el destello, el borde de una cama, la sábana de color negro…
            Mi abuela detestaba el negro. No fue hasta que la luz llegó a la cabecera que capté lo que eso significaba.
            El hombre se abrazó a sí mismo, como si tratara de entrar en calor. Se frotó los brazos y al levantar la mirada, sus ojos se entrecerraron. Se agachó con lentitud y recogió algo del piso. Se mantuvo quieto dos segundos y saltó de la silla, saliéndose del campo de visión del lente. Golpes secos y gritos ininteligibles. Después de un rato, el silenció regresó y el hombre reapareció. Se volvió a sentar y se arregló el cabello antes de seguir. Su mente perlada con gotas de sudor.
            ¾Tratan de volverme loco, pero no podrán. Soy más inteligente que ellos. Debieron verlo desde el primer momento. Desde que la luz del celular me mostró a la abuela Carmen. No, eso no es correcto. La luz me mostró lo que el destello naranja había hecho con ella.
            Alzó la mano y señaló hacia la puerta cerrada.
            ¾Espero que no hayan abierto esa puerta. Si lo hicieron, solo puedo rogar que la pudieran detener. Yo no pude. Mi mente se puso en blanco y lo más que pude hacer fue huir y dejarla encerrada adentro. Su cuerpo yacía tirado en la cama, cubierto por una sábana que conocía muy bien. Debía ser de un color crema, pero esa noche era negra y viscosa. Cosas se movían sobre ella. Al sentir la luz, su rostro se volteó hacia mí. Sus bellos ojos estaban ausentes y su boca se abrió en un rictus de dolor.
            ¾Fabián ¾logró decir, un susurro gutural lleno de sufrimiento¾. ¿Qué me hiciste?
            Quería decirle que no era yo. Que debió ser el destello naranja, pero mi boca estaba seca. Sentía la lengua pegada al paladar. Di un paso hacia atrás para alejarme de la imagen y ella gimió. El sonido provocó que su rostro quedara envuelto en una sombra danzante que luego se extendió hacia la salida del cuarto.
            Hacia dónde yo estaba parado.
            Los sentí golpear mi rostro y cuello. Pequeñas espinas sobre mi piel. Se me cayó el celular y el haz de luz quedó apuntando al techo. Perdí el control. Empecé a manotear, a gritar que se quitaran de encima. A algunos los lograba atrapar entre los dedos, pero se retorcían y un asco impresionante me envolvía con solo tocarlos. Los soltaba casi en el acto.
            No podía más. Me agaché, recogí el celular y salí corriendo del cuarto. Los gemidos de mi abuela poseída por los demonios negros que entraron en su cuerpo esa noche me siguieron, como una esencia dulzona que parecía burlarse de mi terror.
            Afuera la luz me envolvió. Las sombras desaparecieron. Cerré la puerta y moví la silla para bloquearla. Apoyé mi espalda contra ella y traté de calmar mi respiración.
            El hombre se pasó la mano por los cabellos, tan solo para agitarlos después en varios sentidos. Observó alrededor suyo antes de regresar a su monólogo.
            ¾Recuerdo haber visto en Facebook una imagen dónde preguntaban cómo preferían que fuera el fin del mundo. Si por un meteoro, un terremoto global, una guerra nuclear o un apocalipsis zombi. Ahora solo puedo pensar en la falta de imaginación de los creadores de ese cuestionario. Ninguna de las cuatro era tan terrible como la que los locos que nos destruyeron desarrollaron. No hay otra explicación. Tiene que ser un arma, pero no me puedo imaginar que libera o por qué me perdonó. Debe ser que afecta primero a los viejos. Si es así y empiezo a sentir algo, me encerraré en mi habitación y trancaré la puerta por dentro. La reconocerán porque dibujaré un círculo negro sobre ella. No la abran. Bajo ninguna circunstancia, a no ser que ustedes tengan la cura.
            Su rostro se acercó al lente.
            ¾Me pregunto si ustedes conocen Facebook. ¿Qué año será cuando ustedes entren en esta casa y descubran el horror desatado por la luz naranja?
            Un golpe seco fue seguido del sonido de un vidrio rompiéndose. El hombre saltó de su silla, golpeando la mesa. El celular cayó y la oscuridad fue el registro que quedó en el video a partir de ese momento. Los sonidos llegaban, pero más apagados. A pesar de eso, la voz del hombre logró sobreponerse al de su agitada respiración y al del abanico que seguía girando y vibrando sin cesar.
            ¾Dios me proteja. Ellos tratan de salir.
***
            El silencio se prolongó dos minutos. Al final, el celular dejó de grabar un fondo de madera y fue remplazado por la conocida habitación. El hombre se veía más calmado y su respiración, pausada.
            ¾La puerta sigue cerrada. El abuelo debió tumbar el jarrón de flores que adornaba la mesa del comedor.
            Alzó los hombros como si el hecho no tuviera importancia.
            ¾No. Esa cosa no es mi abuelo. Tanto él como mi abuela. Ambos fueron poseídos por… algo. Algo negro y repugnante, que se arrastra o vuela según su necesidad. Se divide en varios o avanza como una sola masa. A veces silenciosa. Otras, en un chirrido desquiciante que se extiende hasta volverte loco.
            Tomó el celular y lo levantó hasta nivel del rostro, como si fuera vital que su mensaje no se malinterpretara.
            ¾No se dejen engañar. Hablan como nosotros, pero no son humanos. Parecen mi familia, pero no lo son. La luz naranja los cambió. Son malignos. Puedo sentir sus tentáculos extenderse por la casa. No en toda su fuerza, los tengo encerrados, pero poco a poco se escurren y contaminan la casa. He visto…
            Pegó un grito y dejó caer el celular. No se apagó con la caída y siguió grabando el techo. Los alaridos del hombre se escuchaban con claridad.
            ¾¡Aléjense de mí! ¡No me volveré uno de ustedes!
            Ecos lejanos, pero persistentes. Casi un ritmo detrás de los sonidos. Cuando el silencio regresó a la casa, unos dedos se perfilaron y alzaron el celular. Le dieron vuelta y tras verificar la integridad del aparato, lo volvieron a colocar en su lugar en la mesa.
            ¾Esta vez eran más. Trataron de invadirme. De tomar control. No es la primera vez. Desde hace días los siento correr por debajo de mi piel. La picazón es terrible, pero los he logrado sacar. Mis brazos y piernas están marcadas por mis propias uñas, pero el dolor vale la pena. Quiere decir que estoy vivo. Que no soy uno de ellos.
            Estiró la mano por encima del aparato y cuando su rostro regresó, tenía una botella de ron en la mano.
            ¾Necesito calmarme. Pensar. No puedo quedarme aquí con ellos y no hacer nada. Salir no es una opción. Si lo hago, de seguro me convertiré. Si no, habrá otros. No creo que mis abuelos sean los únicos afectados. Puedo controlarlos a ellos aquí, pero afuera seré blanco fácil. No. No puedo salir. No hasta que llegue ayuda del gobierno.
            Respiró hondo, tras lo cual tomó un largo sorbo directo de la botella. Cuando la bajó, su rostro tenía una expresión decidida.
            ¾Salir es una misión suicida y quedarse sin hacer nada, igual. Debo hacerles frente y matarlos. A esos usurpadores de cuerpos del infierno. No hay otra opción.  Debo eliminar el peligro. Liberar a mis abuelos.
            Asintió varias veces antes de bajar la botella y ponerla sobre la mesa. Tomó el celular y lo miró.
            ¾Voy a apagar la grabación por un momento. El siguiente video les mostrará si es posible matarlos o no. Espero que así sea.
            Un dedo y el celular se apagó.
***
            No se veía el rostro del hombre, pero era el mismo lugar, solo que el ángulo era más elevado.
            ¾Ya estoy listo ¾se escuchó la voz de Fabián decir¾. Amarré el celular a mi frente, para poder grabar. No puedo tener las manos ocupadas. No para lo que tengo que hacer.
            Por delante de la imagen se asomaron dos cuchillos.
            ¾Estoy armado y listo para hacerle frente a la cosa que es el abuelo Teo. Lo mataré a él primero. Luego, a la abuela Carmen. No tengo idea de qué hacer después, pero ya veré. Una cosa a la vez.
            Estas palabras fueron acompañadas de movimientos y una puerta se fue materializando, emergiendo de las sombras disipadas por la luz del celular. Se escuchó el sonido de un mueble al ser arrastrado por el piso.
            ¾Vamos a entrar en el comedor. Fue donde quedó el abuelo cuando la luz naranja destruyó nuestras vidas. Que Dios me ampare.
            Se escuchó como Fabián aspiraba una vez y la puerta se abrió. La oscuridad apenas interrumpida por el vaporoso halo que caía desde las alturas. La escena se movía un paso a la vez. Cada segundo, una línea o contorno nuevo era visible.
            Un comedor de mediano tamaño. Una mesa larga de ocho puestos. Había platos sobre ella, pero no se veían claramente. Sin embargo, era evidente que algo se movía sobre la mesa. El lente no se enfocó en eso. Recorrió el lugar hasta detenerse en una silla. Una figura masculina la ocupaba. La cabeza se movía de un lado a otro, pero era apenas perceptible. Sus manos se mantuvieron bajo la mesa.
            ¾¿Quién eres? ¾la voz de Fabián sonó más aguda de lo normal¾. ¿De dónde viniste? ¿Por qué hacen esto?
            Un gruido gutural. Un quejido. Una voz grave, llena de humedad.
            ¾¿Por qué?
            ¾¿Te burlas de mí? ¾la voz sonó más segura. Quizás molesta¾. Quiero ver si te ríes después de que termine contigo. No eres más que…
            La imagen cambió y giró casi noventa grados. Una pared con dos cuadros ocupó su lugar. Las pinturas que debían estar protegidas por sendos vidrios eran imposibles de distinguir. Una película de un polvo negro la cubría.
            ¾¿Quién anda allí? ¾gritó Fabián¾. Te vi moverte. ¿Dónde estás, maldito demonio?
            Otro ruido. Más cercano. El giro fue casi de 180 grados.
            Otra pared, ahora ocupada por un anaquel. Varios platos y copas rotas. Una puerta colgando apenas de una de las bisagras.
            ¾No te escondas, cobarde. ¿Qué pasa? ¿Me tienes miedo?
            Algo pasó volando cerca del lente. Después dos más. Fabián gritó y sus dedos aparecieron por un instante, antes de que el celular saliera volando por los aires. El comedor se iluminaba por momentos, mientras el aparato permanecía fuera del control de la fuerza de gravedad. El haz giraba, se perdía y otras partes del lugar hacían su aparición.
            Cuando el aparato empezó su descenso, el hombre apareció por penúltima vez. Golpeaba su cuerpo con sus manos y pisaba el suelo, sin parar. Antes de chocar con el piso, con lo que la batería saldría volando y terminaría a un metro de distancia, el celular lo grabó una vez más.
            Haciendo un giro, sus pies se enredaron y se fue al piso. El video lo mostraría cayendo, su cuerpo perdiéndose detrás de un pequeño sofá reclinable. En un fotograma saldría su rostro, una expresión de absoluto terror en sus ojos.
            Fabián nunca dejó de gritar.
***
            La mujer apagó el celular y se lo pasó a la persona parada a su lado.
            ¾Rayos ¾murmuró.
            ¾Te lo dije ¾respondió su acompañante.
            Estaban parados en la acera. La casa que estudiaban con tanto detenimiento era un hormiguero de actividad. Personas entraban y salían, iluminadas por las parpadeantes luces rojas y azules de una ambulancia estacionada en la entrada. La mujer vio como la camilla, con un cuerpo cubierto con una lona de color negro, desaparecía al cerrarse la puerta con un sonoro eco que le recordó el sonido de un disparo hecho en un callejón solitario.
            ¾Oficial Graco ¾dijo una mujer vestida con el chaleco azul oscuro de los de Criminalística¾. Terminamos adentro. Voy a tener pesadillas, se lo aseguro.
            ¾Gracias Amanda. Me lo imagino. ¿El doctor Tovar?
            Como conjurado por sus palabras, una silueta delgada salió por la puerta principal, perfilándose con la poca luz que se escapaba del interior de la residencia. Sus largas piernas lo llevaron en pocos pasos a donde ellos estaban.
            ¾Buenas noches, oficial Graco. Oficial Anderson. La casa es suya.
            ¾Si lo que me han contado es cierto ¾dijo la oficial Marialexis Graco, del departamento de Homicidios¾no la quiero.
            ¾¿Qué más encontraron? ¾preguntó Anderson.
            ¾¿Por dónde empiezo? ¾dijo el doctor Tovar¾. Lo primero, ¿verificaron su identidad?
            ¾¾dijo Amanda¾. Fabián Pineda. De 39 años. Soltero. Vivía con sus abuelos. Sus padres murieron hace unos años en un accidente y él vino a cuidarlos.
            ¾Asumo que los otros cuerpos, el que encontraron en una de las habitaciones y el que estaba atado en el comedor, eran ellos.
            ¾Sí. La mujer estaba en la cama. Carmen Guerra de 91 años. El del comedor era su esposo. Misma edad. Se llamaba Teodoro.
            ¾Una desgracia ¾siguió el doctor¾. Vivir tantos años para terminar de esa forma. En fin, Fabián era drogadicto. Tenía marcas de agujas en todas las venas con acceso a la piel y no creo que se limitara a los endovenosos. En la nariz tenía costras recientes.
            ¾¿Cocaína?
            ¾Una de sus elecciones. Encontramos varias bolsitas llenas de la droga en lo que debía ser su cuarto. Eso explicaría muchas de las cosas que describe en el video. ¿Lo vieron?
            ¾¾respondió Marialexis señalando con la cabeza en dirección de su compañero¾. Rogelio hizo una copia con su celular para poder verlo con calma acá afuera, mientras ustedes terminaban.
            ¾¿A qué se refiere?¾preguntó Anderson¾. No entiendo cómo el video explica lo que hay allá adentro.
            ¾Bueno, en varias partes se le ve rascándose la piel y él mismo inclusive describe como siente que algo se mueve por debajo de ella. Se conoce como “formicación”. La sensación de tener insectos moviéndose en o bajo la piel. Una forma de delirio que vemos en usuarios de ciertos tipos de drogas. La cocaína es uno de ellos y sí la cantidad de bolsas con el polvillo blanco son una señal, Fabián Pineda lleva más de una semana festejando como los grandes.
            ¾¿Y los insectos? ¾preguntó Graco¾. Formicación o no, había demasiados bichos en esa casa. ¿Alguna idea del tiempo de muertos de los señores Guerra?
            ¾La abuela por lo menos dos días. El abuelo, un poco más. En cuanto a los insectos, tienes razón. No salieron como parte del proceso natural de descomposición de un cadáver. Demasiados y de diferentes especies. Tuvieron que llegar de otra manera.
            ¾Para eso tengo una explicación ¾dijo Anderson mirando por encima de su hombro  a una casa del otro lado de la calle¾. El vecino de enfrente dice que hace dos semanas apareció Fabián, el nieto pródigo. Lo vio llegar, quedarse con ellos por dos horas y luego salir. Se veía molesto. Cuando regresó, traía varias bolsas. Eso fue hace diez días. Después de eso, Carmen y Teodoro desaparecieron de la faz de la tierra. El vecino, se llama Pedro Vásquez, vino dos veces a hablar con ellos, pero el nieto dijo que estaban enfermos.
            ¾Enfermos estoy seguro que estaban ¾dijo Tovar¾. Las heridas fueron infligidas a lo largo de varios días.
            ¾No solo eso ¾dijo Anderson, temblando ligeramente¾. Según el vecino, Carmen Guerra no era de salir mucho. No por su edad, sino por un miedo casi irracional a los insectos.
            ¾¿A los insectos? ¾preguntó Amanda¾. Entonces, los insectos en la casa…
            Todos guardaron silencio. Las piezas empezaban a encajar y ninguna sugería un final feliz.
            ¾Asumo que las drogas fueron la causa de todo¾dijo Tovar, rompiendo el silencio.
            ¾Creo que sí. Debió llegar a pedir dinero para comprar drogas y los abuelos no estuvieron de acuerdo. Fabián, como todo buen drogadicto fuera de control, no lo tomó bien. Debió decidir que se lo merecía y regresó a buscar lo que era suyo. Incapacitó a los viejos, considerando la edad no debió ser muy difícil. Los amarró en lugares diferentes de la casa y empezó a torturarlos para exprimirles hasta el último dólar.
            ¾Mi opinión profesional ¾dijo Tovar¾es que empezó con ella. Para alguien con fobia a los insectos, estar amarrado en una cama llena de cucarachas y gusanos debió ser una experiencia aterradora. Mientras le dieran dinero para comprar drogas, paraba. Cuando se le acababa, iba por más. Si no cooperaban, repetía el ciclo. Con los dos, por varios días.
            ¾Y los insectos sueltos por todos lados ¾dijo Amanda. Su voz sonó como la de una niña pequeña.
            ¾Es lo malo de esos bichos. Una vez llegan, son imparables. Algunos debieron escapar y esconderse. Invadir la casa. Fabián nunca los desamarró, así que sus evacuaciones quedaron en sus ropas. La suciedad atrajo más insectos. Moscas en su mayoría. Para cuando Fabián filmó el video, la casa era un nido de criaturas rastreras de toda calaña.
            ¾No quiero sonar insensible ¾dijo Anderson¾, pero espero que la vieja muriera pronto.
            ¾Duró su buen par de días ¾dijo Tovar, sacudiendo la cabeza¾. El viejo también. Creo que él murió de un infarto. Ella, no estoy seguro, pero sus heridas estaban infectadas.
            ¾¿Qué pasó al final? ¾preguntó Amanda¾El video no tiene sentido.
            ¾Claro que sí ¾respondió Tovar¾. Estaba alucinando. Encontramos otros viales con drogas en su cuarto. Uno de ellos estoy seguro que es metoxetamina. Un derivado de la ketamina. Un alucinógeno brutal. A las dosis que debía tener adentro el día de su muerte, Fabián estaría desorientado y desconectado de la realidad, con alucinaciones tanto visuales como auditivas. Se gastó el dinero de los viejos en drogas y se le pasó la mano.
            Miró hacia la casa y agregó: ¾No puedes escapar del Karma.
            ¾Entonces la luz naranja, los gritos, los cuerpos moviéndose y las sombras, ¿eran puras alucinaciones?
            ¾En su mayoría, con ayuda de los insectos que ocupan cada rincón de esa casa. No sé ustedes, pero yo me voy. Quiero llegar a mi casa y meterme en una tina llena de agua caliente y quedarme adentro por los próximos dos años. ¿Me necesita para algo más, oficial Graco?
            Marialexis negó. Estrechó la mano del forense, que se alejó seguida de su asistente. Anderson se paró a su lado y murmuró:
            ¾¿Cómo se supone que reportemos todo esto?
            ¾Un doble homicidio. Los ancianos murieron como resultado de las torturas causadas por su nieto, que quería sacarles dinero para seguir viviendo la vida loca. Nada difícil allí.
            ¾¿Y él?
            Marialexis levantó la mirada para verlo directo a los ojos.
            ¾Escuchaste al doctor. Por ahora, muerte por sobredosis de drogas.
            ¾Tu viste el cuerpo. Igual que yo. ¿Recuerdas su piel?
            ¾Las cortadas fueron resultado de un rascado excesivo. Admito que eran muchas, pero tienen una explicación.
            ¾No me parecen. La de los brazos sí, pero las de la cara eran diferentes. Más lineales. Más precisas. Además, ¿cómo explicas lo de las cucarachas?
            ¾No soy entomóloga y no soy fanática de la vida secreta de los bichos.
            ¾Yo tampoco, pero estoy seguro que no es normal. Su boca estaba llena de ellas. Como si estuvieran tratando de meterse dentro de él.
            ¾Cuando estás muerto, cualquier orificio es guarida ¾dijo para cerrar el tema. Uno que no quería seguir discutiendo.
            Ella también recordaba las patas y alas tapizando el suelo alrededor de la cabeza de Fabián. Las cucarachas mordidas por la mitad, algunas todavía moviéndose.

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Más información sobre el autor: osvaldoreyes.com

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