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Dos poemas de Eugenio de Nora (Magaz de Cepeda, León, España, 1923 - Madrid, España, 2018)

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Canto al demonio de la sangre 

Una vez más tu látigo de fuego, ¡déspota de la sangre! , y adelante. Tu música brutal de mar furioso que el mundo toca, ¡y adelante! ¡Oh Capitán! Tú sabes que en la sombra velé y velé mi guardia, cada noche, y que nunca cedí. Que el medio día no sonó a calma para mí. Que siempre que tu voz me llamó, presente estuve, pronto a mí guerra. Que la primavera, rosa o mujer, no adormeció mi anhelo: tú sabes, Capitán, que el mundo es breve para tu voz Y para mi destino.

Y, por eso quizá…

Es madrugada, Y un divino claror inunda el aire: era violeta, es rosa. .., dime, dime, ¿dónde está lo que fue, quién lo sostiene? Yo miro los colores que suceden en el aire sereno, ahora que salgo vencedor de la noche. ¡Alerta, alerta! Miro el matiz aquél: oro entre rosa, y siento así temblar mi vida leve. Mi Capitán, mi espléndido Tirano, ¿cuál es tu voz; serás cuando yo huya? ¿O eres quizá inmortal?… Pero tu sangre es mi sangre, tu voz mi voz, tu impulso es sólo mi apetencia. Y yo he de irme. Lo sé, bien sé: como el dolor violado abandona esa tenue, tenue nube, como el agua que fluye entre los juncos, o el racismo cumplido en el otoño… Un día me iré. ¿Cuál es nuestro destino?

¡Oh Déspota, tú apremias el mandato, tu alto azote de mar, tu ardiente tralla! ¡Hay cumbres a escalar en donde el viento ciñe de gloria la irradiante frente! ¡Guerras en que esgrimir, como una espada, la voluntad de amar a hachazos ciegos! ¡Apetencia de ser! ¡Amor! ¡Los labios aún vírgenes al beso donde el rojo no es color, sino vida! ¡Criaturas de belleza mortal! ¡Perenne gloria! ¡Ser! ¡Y ser más! Tu látigo, Tirano, restalle bien. Eso es la vida. ¡Sigue!

Pero luchar, amar, poseer la gloria, ¿es madurar el hombre hacia lo eterno? ¡No es vida, mi Demonio, lo que pido; quiero inmortalidad y permanencia! ¡No! Sólo a Dios, a Ti, mi Dios oculto, mi silencioso Dios, es a quien quiero, ¡Tú, mi Libertador!

Nunca el tirano restallaría su látigo en mi sangre si ella creyera en Ti como yo creo. Pero la sangre es monte y viento y mar, es loba, o savia de la tierra ardiente, y ama su carne, mi Señor, la forma que el tiempo nutre, la belleza vana. Más Tú lo sabes, Dios. Que no te olvido, que a tu gloria combato. Que si amo a mi sangre, a las dulces criaturas que, de sangre también, hacen tu mundo, es por tuyas, mi Dios. Dame el destino de confiar en Ti, y cuanto haga según mi sangre mientras dure el tiempo, en tu gracia florezca. ¡Entonces llega, oh Capitán de fuego, y nunca cese tu mandato imperioso, y mi batalla! Quiero creer, ¡También la vida es santa! Y aunque vano es el mundo y sus criaturas, y es Dios quien quiero que jamás me olvide, ¡Déspota, ordena! Y que mi amor disperso me dé inmortalidad y permanencia.


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Un deber de alegría


¿Yo fui triste?

                        En la noche

siento que avanza el mundo como el amor de un cuerpo,

como la pobre vida, combatida y cansada,

aún encuentra en la noche la ceguedad del cuerpo,

la ternura del cuerpo

queriéndose, buscando

en quién querer, con manos

deslumbradas y humanas.



Todavía, mientras dura la noche,

mientras la soledad, tan tuya,

y la inmensa tristeza sedienta y sin sosiego

de los que multiplican tu soledad en mundo

funden –Eugenio, España– una tiniebla sola,

todavía

algo queda en el alma, y si aprietas los ojos

por despertar, por no creer la sombra,

aún fragmentos de aurora la sangre nos daría.



Cuando la pobre gente de nuestro pueblo llega

del sudor y del polvo, del trabajo vendido

con el alma cerrada, cuando

llega y encuentra el día que se acaba temblando

en la lumbre cocida y alimenticia, llega

y cae, la pobre gente oscura,

derribada en las sillas: y encuentra la sonrisa

todavía, la hermosa, prodigiosa sonrisa

–si hay algo prodigioso– del viviente que tiene

aun no lo necesario:

entonces, duramente,

algo en mí se incorpora, y siento, sin remedio,

un deber de alegría.



No hay fatiga. Nosotros

excedemos el tiempo. La estatua congelada

detenida en las calles, nosotros estrechamos

su mano y la fundimos.

                                        Ellos, ellos,

quienes casi no viven, y esperan, me lo dicen,

y yo puedo escucharlo.

                                        Nunca sueña quien ama, nunca

está solo. La pujanza es idéntica.



De la rosa ofrecida

al amor, a la piedra

fijada con amor, a las balas

hundidas y ensañadas

por amor, todo avanza

y edifica. ¡Despierta!

Y enemigo, expulsado de la tristeza, siento

cómo la aurora iza su bandera rociada.



(1950)
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