NUNCA MÁS
“¡Perdóname, perdóname, te juro que no lo vuelvo a hacer!”, lloraba mientras el marido la acababa a golpes. “¡Perdóname!”, gritaba mientras el hombre se quitaba la correa y la azotaba como un animal.
“¡No, no, por favor no más!”, suplicaba, sin saber exactamente qué había hecho mal. Le había servido de comer sin preguntarle de dónde venía; sin reclamar, sin chistar. No comprendía en qué lo había ofendido.
Las patadas eran lo peor, se le iba la vida en cada una. “¡Te lo imploro!”, suspiraba ya casi sin aliento. “¡Auxilio!”, aullaba mientras de nuevo le fracturaba las costillas. Pero nadie vendría. Ya habían respondido antes. Ya la habían rescatado antes. Varias, muchas, demasiadas veces.
Cuando la agarró por la garganta y se la apretó enajenado, ella recordó las palabras de su vecina Chela: “Vete Cata, vete antes de que te mate”. ¡Cuánta razón tenía la vieja!
Fue en ese instante, a punto de ahogarse, que decidió hacerle caso. Con el rostro morado y la determinación cristalina se dijo a sí misma que esta sería la última vez.
¡NUNCA MÁS! Nunca más. Nunca. Nun… Fue lo último que pensó al exhalar.
***
Con la cara pegada al escritorio y las lágrimas a punto de brotar, Carlitos fue valiente y no lloró; el tiempo le había enseñado que resistirse era peor. Como siempre, el chico de apenas once años rezaba un padre nuestro implorando que terminara pronto.
El leve toque en la puerta anunciaba que eran quince para las seis. Los embates se aceleraron, los jadeos aumentaron y un gemido largo y callado advirtió el final; Carlitos dio gracias a Dios.
Con la mirada clavada en el piso se incorporó; no cruzaron palabra. Alguna vez, hacía tiempo, el niño había intentado cuestionar, pero una bofetada lo había tirado al suelo recordándole cuál era su misión y su deber sagrado de cumplirla.
Carlitos fue valiente y no lloró. Con la mirada clavada en el piso corrió al campanario y como todos los domingos anunció la misa de seis.
***
–Sí lo hago.
–No lo hago.
–Sí lo hago.
–No lo hago.
–Sí lo hago.
–No lo hago.
Antes de deshojar el último de los pétalos Cecilia hizo una pausa y suspiró.
–Sí lo hago.
Entró a la casa y fue al despacho, sacó la .38 que estaba guardada en el escritorio y se dirigió a su habitación. Se sentía cansada, pero también algo aliviada.
Cecilia abrió la puerta de su cuarto, levantó el arma y disparó. Con tristeza, pero sin remordimiento, descargó los seis tiros sobre al maldito de su marido, que como siempre a esa hora tomaba una siesta en el sillón.
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Tomados de Laberintos de luz y sombra, Enithzabel Castrellón C. FIAT LUX Editores, 2021, Panamá.