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El tenor, cuento completo por Juan David Morgan (David, Chiriquí, Panamá, 1942)

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En el gran teatro, la amplitud del vestíbulo y los enormes candelabros deslumbraron a Aristóbolo, pero solo por un instante. El mismo asombro lo había sobrecogido el día anterior al contemplar desde el taxi que lo traía del aeropuerto los puntiagudos y descomunales edificios de Manhattan. Y cuando el paisaje de hierro y cemento lo envolvió en una realidad palpable, aquel pasmo había dado paso a un sentimiento de apabullamiento y angustia. “No puedo dejar que Nueva York me amilane”, se repetía una y otra vez, recordando los consejos del padre Arroyo, mientras su espíritu luchaba por sustraerse al complejo de hormiga.

Con paso resuelto, Aristóbolo –Tobo para los de su pueblo- atravesó el salón y buscó inútilmente la puerta indicada en el boleto. Temeroso de que la función se iniciara sin él, decidió pedir ayuda a una anciana de uniforme rojo, cuyo rostros bondadoso le recordó a su difunta abuela, y como del idioma inglés apenas si conocía tres palabras se limitó a mostrar el boleto y sonreír. La señora sonrió de vuelta y le indicó por señas que su entrada estaba tres puertas más adelante, donde otra dama, también muy mayor, le entregó un programa, indicándole que la siguiera. Dentro del anfiteatro, la majestuosidad que se abría ante sus ojos lo dejó paralizado. Jamás imaginó que existiera nada tan esplendoroso y que un escenario pudiera ser tan grande. “El telón es más alto que el campanario de la iglesia del pueblo”, se dijo. Tres o cuatro palabras incomprensibles pronunciadas con severidad por la anciana lo sacaron de su arrobamiento y Tobo retomó su camino detrás de la ujier hasta quedar ubicado en la silla 4 de la fila H. Aunque se sintió decepcionado por estar lejos del centro de la platea, se consoló pensando que desde un asiento lateral sería más fácil llevar adelante su plan. “Llegado en gran momento podré salir más fácilmente”, pensó, mientras se acomodaba en el sillón más mullido que recordaban sus posaderas. Abrió el programa y en las páginas del centro encontró, escritas con grandes letras, las únicas palabras que le interesaba entender: “La Traviata, de Giuseppe Verdi. Plácido Domingo, tenor, Teresa Stratas, soprano”. Con una sonrisa de complacencia, Tobo cerró el programa y se entretuvo examinando cada detalle de aquel edificio que albergaba la Ópera Metropolitana de Nueva York: los tres amplios balcones, los lujosísimos palcos laterales, y, sobre todo, el descomunal tamaño de la boca del escenario capaz de tragarse a toda la audiencia. A medida que la gente comenzaba a ocupar sus asientos, constataba con satisfacción que si bien su vestido nuevo de pura lana no era tan elegante como la indumentaria de la mayoría de los asistentes, había unos cuantos cuya vestimenta era menos distinguida que la de él. “¿A quién se le ocurre venir a esta meca de la ópera en jeans y zapatillas?”, pensaba, cuando las luces comenzaron a apagarse lentamente.

Cuarenta y tres años y algo más habían transcurrido desde que la comadrona de San Francisco de la Montaña pronosticara el futuro de Aristóbolo Herrera Peñalba. “Nunca he oído berridos más fuertes que los de este niño”, había exclamado mientras lo colocaba en brazos de su madre. ¡Y cuán cierto era!

Los primeros en enterarse de que el nuevo retoño de los Herrera Peñalba tenía una voz de insólitos decibeles fueron, por supuesto, los vecinos. Y es que, aunque Tobito era un bebé tranquilo, cada vez que la madre demoraba más de la cuenta en darle la teta, los chillidos se escuchaban nítidamente en el parque, que distaba tres cuadras de la humilde vivienda donde nació y creció nuestro héroe. Cuando llegó la hora de ir a la escuela, los maestros, que muy pronto descubrieron la increíble cualidad del alumno, se afanaban por evitar aquel llanto capaz de perturbar las clases en todos los salones.

Con el correr de los años, los atributos vocales de Tobito determinarían para siempre el discurrir de su vida. Así, entre otras muchas anécdotas, se cuenta que el poderoso volumen de su voz provocó que sus compañeros inventaran un juego en el que apostaban hasta dónde podían oírse los gritos que Tobito lanzaba desde el kiosco del parque. Todas las marcas se rompieron un día de comienzos del verano cuando en alas de una brisa tramontana el alarido se escuchó, claro como canto de gallo, en el rancho de los Correa, distante más de cinco millas del parque de San Francisco.

Fue gracias al padre Gómez, párroco de la iglesia, que los chillidos inmisericordes de Tobito encontrarían un quehacer provechoso. Con mucha paciencia, el cura, que tocaba el órgano y cantaba misa con una agradable voz de barítono, se propuso enseñar al niño el arte de conjugar música y palabras. Al cabo de unos meses, Tobito lo acompañaba en alguno cánticos y, aunque su afinación dejaba mucho que desear, los feligreses se mostraban felices y agradecidos de que los berridos del niño hubieran dado paso a cantos religiosos. El problema más grave que enfrentaba ahora el padre Gómez era el de modular el volumen de aquella voz tan sonora como aguda para que los que se sentaban en las bancas más próximas al altar no tuvieran que taparse los oídos cada vez que Tobito arrancaba a cantar.

Una cosa llevó a la otra y al cabo de varios años de ayudar en las labores eclesiásticas, atendiendo los consejos de su madre y del cura, Tobito partió rumbo a la capital para ingresar en el seminario. En su fuero íntimo sabía que más que el deseo de servir al Señor lo animaba el anhelo de aprender a cantar. “Como tú sabes, todos los curas cantan”, había asegurado su mentor, para enseguida añadir: “En el seminario encontrarás verdaderos profesores con los que aprenderás este arte que yo no puedo enseñarte y que te permitirá aprovechar al máximo el don que Dios te ha concedido”.

Transcurrieron dos años antes de que Tobo se convenciera de que el sacerdocio no era para él y que lo único que verdaderamente le interesaba era cantar. De regreso a su pueblo logró sin mayores problemas colocarse de maestro de religión y cívica. En el seminario, además de filosofía y teología, había aprendido que el canto no consistía únicamente en emitir notas agudas a todo volumen. Entusiasmado con aquella voz rudimentaria pero prometedora, el padre Arroyo, venido de España muchos años atrás para enseñar a los novicios a cantar misa, había tomado a Tobo bajo su ala protectora y poco a poco le fue enseñando las nociones elementales del bel canto. “No se grita, Aristóbolo, se deja que la voz fluya… lo más importante es la respiración, pues sin aire no hay forma de proyectar la voz… hace falta cubrir las notas agudas para que no suenes como un cordero en degüello… no desafines. Aristóbolo, recuerda que es necesario dar cada nota con precisión… mantén el diafragma firme para que la voz salga sin tener que apretar la garganta…”

Las enseñanzas del padre Arroyo rindieron sus frutos y la primera vez que el ahora maestro Aristóbolo volvió a cantar en la iglesia de pueblo los feligreses, olvidando el recato, rompieron en aplausos entusiastas. El padre Gómez nada hizo para reprimir el par de lagrimones que, cargados de orgullo y emoción, resbalaron por sus mejillas: aunque su pupilo nunca sería cura, se había convertido en un cantante… aunque todavía le hacía falta trabajar en la afinación.

Fue durante aquella época que en busca de mejores aires y de un lugar donde esconderse de sus acreedores, apareció por San Francisco de la Montaña el maestro Ubaldino Bocanegra. Nacido en Italia, donde había estudiado música, don Ubaldino desembarcó en América con una orquesta de cámara en la que, además de hacer los arreglos, tocaba el violín. Dos semanas después había tomado la decisión de no proseguir la gira y permanecer en el país que con tanto cariño lo acogiera y donde la gente apreciaba de veras sus dotes musicales. Al poco tiempo se le contrató para impartir clases en el conservatorio y llegó a primer violín de la sinfónica nacional. Pero Ubaldino sentía una pasión irrefrenable por el sexo opuesto y sus desmanes y excesos para complacer a las damas lo llevaron a vivir muy por encima de sus exiguos caudales, hasta que finalmente hubo de poner pies en polvorosa yendo a parar, por recomendación de un buen amigo, en aquel pueblo remoto y apacible.

Elegante y simpático, el italiano cayó enseguida en gracia a los sanfranciscanos, que de inmediato vieron en él el complemento ideal para su cantante. El primer domingo después de su arribo, Ubaldino, que nunca asistía a misa, acudió a la de diez para escuchar aquel prodigio del que tanto le hablaban y como era poco lo que esperaba quedó vivamente impresionado por el timbre de voz del muchacho alto, fornido y tímido que, con los ojos semicerrados, entonaba el Ave María y alcanzaba las notas agudas con increíble naturalidad. Lo esperó a la salida para felicitarlo y Aristóbolo, percibiendo el acento extranjero del italiano, supo enseguida que se encontraba ante alguien capaz de apreciar lo que en el pueblo apenas comprendían por mero instinto: que él era un gran cantante.

Una estrecha relación surgió entre el músico italiano, que buscaba la manera de no aburrirse tanto, y el cantante de pueblo, que al fin encontraba alguien dispuesto a ayudarlo a que su voz se escuchara más allá de las cuatro paredes de la pequeña iglesia de San Francisco. Lo primero que hizo Ubaldino fue introducir a Aristóbolo en el fascinante y misterioso mundo de la ópera. Nuestro héroe se enteró de la existencia de Caruso, Gigli, Corelli, Schipa, Domingo, Pavarotti, Carreras, y otros grandes tenores, cuyas voces intentaba imitar junto al gramófono de su nuevo y entendido amigo. “Tus agudos se comparan con los de cualquiera de ellos”, aseguraba el italiano. “Pero tienes que trabajar más en el pasaggio y, sobre todo, prestar atención a la afinación”.

“La afinación, siempre la afinación”, pensaba Aristóbolo, “es lo que me separa de los grandes”. Pero, a decir verdad, por más que se esforzaba, no alcanzaba a comprender en qué consistía exactamente el problema: para él, su voz sonaba idéntica a la de los tenores que escuchaba en los discos de Ubaldino.

Una tarde, tal como había llegado, el músico italiano desapareció y su intempestiva partida pasó a ser uno de aquellos misterios que por muchos años se comentan en los pueblos: que si sus acreedores lo habían secuestrado; que si una dama de la capital lo había venido a buscar en su flamante automóvil; que si padecía una enfermedad terrible y decidió regresar a Italia a morir junto a los suyos. Del único que se despidió fue de Aristóbolo, a quien en una pequeña esquela escribió escuetamente: “Tengo que regresar a mi tierra. Aquí te dejo mi gramófono y el disco de la ópera La Traviata, que encargué para ti y recibí hace poco. En mi opinión es la más hermosa de Verdi. Apréndete el papel del tenor, que sé que algún día lo cantarás, y recuerda: ¡mucho cuidado con el afinamiento!”

Desde aquel día, Tobo se dedicó por entero a la imposible tarea de aprender de memoria una ópera y a fuerza de darle y darle, logró dominar cada una de las arias del tenor. Al menos así lo creía él.

“Algún día la cantarás”, había escrito proféticamente su amigo ausente. Pero ¿dónde?, ¿cómo?, ¿cuándo?, se preguntaba Aristóbolo, hasta que finalmente un rayo de esperanza se abrió paso entre los nubarrones de su incertidumbre señalándole el camino a seguir.

Ocurrió que un viernes por la tarde el padre Gómez fue a verlo a su casa para decirle que el domingo viajarían juntos a la capital: “Hay un encuentro ecuménico en el seminario, seguido de una gran misa en la catedral Metropolitana. El padre Arroyo me ha pedido que te lleve para que cantes”. Ese domingo por la tarde, terminado el oficio, Tobo se acercó al padre Arroyo para darle las gracias y pedirle consejo y ayuda. “Las gracias no me las des a mí, sino al padre Gómez, que de él fue la idea de que cantaras… ¿cómo puedo ayudarte?”. Tobo soltó enseguida: “Quisiera cantar ópera, padre”. El cura lo miró con un mezcla de incredulidad y tristeza: “Esas son palabras mayores, hijo… en este país no se canta ópera; lo más cerca que estamos del canto clásico es esa Ave María que entonaste hoy en la misa”. “pero, entonces, ¿dónde se canta ópera?”, quiso saber Tobo. “Qué sé yo… en Nueva York”, fue la respuesta del cura. Y desde ese momento Tobo se dedicó en cuerpo y alma a averiguar acerca de Nueva York y sus óperas; además, comenzó a ahorrar cuanto centavo llegaba a sus manos para estar preparado en caso de cualquier eventualidad.

Como suele ocurrir siempre que el hombre persevera y tiene fe, algunos meses después, como si fuera obra de Dios, caía en manos de Tobo una revista con el programa del Metropolitan de Nueva York en la que se anunciaba la presentación de la ópera La Traviata y el retorno del gran tenor Plácido Domingo en el papel de Alfredo, el mismo con el que había debutado en ese escenario diez años atrás. Según la revista, la función sería dentro de nueve meses.

Sin pérdida de tiempo, Tobo se trasladó a la capital en busca nuevamente de los sabios consejos del padre Arroyo. “Quiero ir a Nueva York a escuchar La Traviata”, le dijo sin ningún preámbulo. Asombrado, el cura lo interrogó con la mirada y Tobo insistió: “Aquí está la revista donde anuncian la presentación para dentro de nueve meses”. “Pero,  hijo mío, un viaje a Nueva York sería muy complicado y costoso ¿no crees que hay otras prioridades en las cuales invertir tu dinero y tu tiempo?” preguntó el presbítero. “El dinero no lo tengo todavía; estoy ahorrándolo. Pero siempre he anhelado ver y escuchar una ópera y esta es la oportunidad. Lo que quiero es que me diga qué hacer”. El sacerdote observó con compasión el rostro expectante de su antiguo alumno y a regañadientes le dijo que lo mejor sería consultar con una agencia de viajes. “En el seminario utilizamos una que se llama Cielo y Mar. Son muy eficientes. Llamaré para que te reciban. ¿Cuándo puedes ir allá?”. “Esta misma tarde”, respondió Tobo enseguida.

Tres semanas después todo estaba arreglado. De los seiscientos dólares a los que ascendía el costo del pasaje, la estadía y el boleto para la función, Tobo abonaría solamente la mitad; la diferencia podía pagarla poco a poco. “En el seminario nos han dado muy buenas referencias de usted”, había indicado la amable agente que lo atendió. Así comenzó la aventura que cambiaría para siempre la vida de Aristóbolo Herrera Peñalba.

Cuando la orquesta terminó la Obertura y se alzó el telón, Tobo no podía creer lo que contemplaban sus ojos. En el escenario se celebraba una gran fiesta con músicos, comensales, mesas colmadas de viandas, y decenas de hombres y mujeres ataviados con un lujo nunca visto, cantando y bailando a cada cual mejor. Y en el momento que finalmente, entre aplausos, hizo su entrada Plácido Domingo, Tobo no pudo contenerse y lanzó, a voz en cuello, un ¡Viva el señor Domingo! que despertó miradas recriminatorias de quienes se sentaban a su alrededor. Después, cuando los artistas entonaron el famoso brindis, que tan bien conocía él. Tobo decidió participar del espectáculo. Pero aunque procuraba cantar bajito y con mucha discreción, los ¡¡shissssss!! llovieron de todas partes y lo obligaron a callar. “Ya verán de lo que soy capaz”, pensó sin inmutarse.

A medida que en el grandioso escenario se desarrollaba el drama de La Traviata, Tobo se sentía tan subyugado por las voces, los vestuarios y el realismo del espectáculo que por un momento olvidó que tenía una misión que cumplir. El telón y los aplausos que anunciaban la conclusión del primer acto lo hicieron volver a la realidad. “Se acerca el momento”, pensó, y una corriente fría le recorrió todo el cuerpo.

Nuevas ovaciones anunciaron la reaparición del director de orquesta y el inicio del segundo acto. El telón comenzó a levantarse lentamente y en el escenario apareció, solitaria y sumida en profundas meditaciones, la elegante figura de Plácido Domingo. Era el momento que el público aguardaba con mayor fruición para escuchar al legendario tenor interpretar “De’ miei bollenti spiriti”, aria principal de Alfredo. Inexplicablemente, en ese instante los nervios de Tobo dieron paso a un estado de absoluta calma: “Mi turno ha llegado”, se dijo, mientras aguardaba serenamente que el tenor concluyera el recitativo. Cuando calculó que faltaban solamente dos líneas, como hipnotizado, lenta y deliberadamente, Tobo se puso en pie, salió al pasillo y un instante antes de que Plácido atacara el aria, comenzó él a cantarla con toda la potencia que sus pulmones, su diafragma y sus cuerdas vocales le permitían y por un glorioso instante su voz resonó sola en el anfiteatro. Plácido Domingo, desconcertado, no sabía qué hacer. Instrumento por instrumento, la orquesta fue dejando de tocar. Tobo estaba ya entre el público y el proscenio, gesticulando y abriendo la voz a plenitud, cuando empezaron las protestas y los abucheos. En el escenario, cruzado de brazos, Plácido dejó asomar una sonrisa que Tobo interpretó como una aprobación a su voz y a su arte. “Y eso que todavía no he llegado al Si bemol”, pensó. Obedeciendo a un instinto natural, se volteó hacia la audiencia para que todos pudieran escucharlo mejor, pero las caras que lo miraban no eran precisamente de complacencia ni de felicidad. Algunos reían a carcajadas, otros le enseñaban el puño y le hacían gestos para que se callara. Por uno de los pasillos laterales descendían corriendo varios policías. “No puedo dejar que me detengan antes de cantar las notas agudas”, se dijo, y apresuró el ritmo del aria mientras corría hacia el otro extremo del anfiteatro. Finalmente se detuvo y enfrentándose a los hombres de uniforme con toda la plenitud de su voz, los golpeó con el Si bemol en pleno rostro. Los policías quedaron perplejos mientras duró la nota del improvisado cantante, pero inmediatamente después cayeron sobre él, lo alzaron en vilo y se lo llevaron. Ahora el público reía a mandíbula batiente y aplaudía el inusitado espectáculo, nunca antes visto en la larga historia del Metropolitan. Consciente de los aplausos y de algunos ¡bravos! que también se escuchaban, Tobo no paró de cantar y gesticular desde su posición horizontal hasta que lo sacaron, cual largo era, por una de las puertas laterales.

En la comisaría de la Calle 87 un policía latino le leyó sus derechos y le comunicó que se encontraba detenido por perturbar la paz pública y resistirse al arresto. “pero si yo lo único que hice fue cantar…”, repetía Tobo, sin comprender cabalmente lo que estaba ocurriendo. A las once de la noche lo ficharon, lo despojaron de sus escasas pertenencias y lo metieron en una celda junto a varios sujetos malencarados. Asustado e ignorante de lo que le esperaba, Tobo se sentó en un rincón y dejó que la tensión y las emociones acumuladas desde su llegada a Nueva York rodaran por sus mejillas. Pasada la medianoche le anunciaron que tenía un visitante y lo condujeron a una pequeña habitación. El corazón se le alborotó cuando se vio frente a Plácido Domingo.

-- Me dicen que te llamas Aristóbolo Herrera y que eres oriundo de Panamá –dijo el gran tenor a manera de saludo.
--Así es, maestro. Gracias por haber venido a verme.
--No he venido solamente a visitarte sino a sacarte de aquí. La verdad es que aunque hiciste algo insólito tampoco es como para ir a dar a la cárcel por ello. Ya pagué la fianza y puedes salir cuando quieras, pero antes deseo que me expliques qué era lo que te proponías esta noche. Yo he visto espontáneos en las corridas de toros pero nunca me los imaginé en la ópera.
--Yo solamente quería cantar, señor Domingo. Es lo único que me importa en la vida y allá en mi pueblo nadie aprecia realmente mi voz. Si me permite contarle…
--Me lo cuentas mientras te llevo a tu hotel.

En el asiento trasero del auto más largo y espacioso que Tobo jamás viera, Plácido Domingo escuchó pacientemente el relato de los empeños y sueños del improvisado cantante. Lo felicitó por la sonoridad de su voz y le aconsejó que regresara a su pueblo y que siguiera estudiando y trabajando en el canto.

--Es un camino muy largo y lleno de sacrificios el que hay que recorrer para cantar en un escenario como el Metropolitan, amigo Aristóbolo. A mí me tomó años y todavía tengo que ejercitar la voz todos los días para mantenerla en forma.
--Pero, maestro, ¿cree usted que tengo futuro?—preguntó Aristóbolo, el rostro lleno de ansiedad, mientras la limosina se detenía frente a su hotel.
Plácido esbozó una sonrisa condescendiente y, casi con dulzura, respondió:
--Por supuesto que sí, Aristóbolo. Pero debes dedicarte a la música sagrada y no a la ópera, que requiere de más estudios y… afinación. Estoy seguro de que en tu pueblo aprecian tu talento mucho más de lo que imaginas. Te repito que pocas veces he escuchado una voz tan potente como la que nos permitiste oír esta noche.

Aristóbolo Herrera Peñalba regresó a San Francisco de la Montaña y contó a los familiares y amigos más íntimos su gran aventura, omitiendo, claro está, el encarcelamiento. Muy pronto todo el pueblo comentaba sus peripecias, aunque la gran mayoría dudaba y hacía bromas de su encuentro con Plácido Domingo. Pero cuando Tobo recibió la foto del quimérico tenor dedicada de puño y letra al compañero en el arte de cantar, Aristóbolo Herrera, como recuerdo de una noche inolvidable”, terminaron las habladurías y comenzaron las lisonjas y los elogios. El Ayuntamiento lo declaró hijo meritorio y se ordenó nombrar una calle en su honor.

Al tiempo que se termina de escribir esta pequeña historia, nuestro héroe sigue cantando en la iglesia de San Francisco y su voz se mantiene tan potente como siempre. Quienes nacieron con oído musical disimulan y pasan por alto los desafinamientos. Cuando hablan de Tobo, los sanfranciscanos se refieren a él como el coterráneo que cantó con el gran Plácido Domingo en la Ópera de Nueva York y si alguien lo pone en duda lo llevan a ver la fotografía con la hermosa dedicatoria que, protegida tras una vitrina, se exhibe en el salón principal del Ayuntamiento.

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Tomado de Cuentos de Panamá, antología de narrativa panameña contemporánea, Prensas Universitarias de Zaragoza, Aragón, España, 2019
Fotografía (c) Laura Muñoz, en la página del autor: www.juandavidmorgan.com 







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