Cinco dedos
Aquella mano larga. Larga, pecosa, huesuda, arrugada que se apoyaba en el bastón como si fuese una prolongación de su propio cuerpo. Aquella mano larga, enfermiza, alicaída, que por momentos parecía ser independiente. A veces inmóvil, a veces con esos dedos que se movían como gusanos. Nunca le miraba esos ojos vidriosos detrás de una cortina de años a aquella mujer cansada, ni el rostro que parecía venir de esos retratos amarillos de otro siglo, uno de esos rostros que habitan casas llenas de recuerdos, velatorios, figuras de santos, encajes, tíos lejanos, novios perdidos. No le miraba tampoco el cuerpo pesado encima de la mecedora balanceándose entre reuma y asma. Ni los hombros encogidos, cubiertos siempre por una mantilla tejida y opaca, con ese color que le va saliendo a las cosas que se guardan y no se usan nunca más. No le miraba el rosario que le colgaba del cuello, ese cuello arrugado con arrugas que venían cayendo de una cascada de piel definitivamente fuera de servicio. No le miraba el camafeo eternamente prendido del pecho, como si al quitárselo de allí fuera a salirse el viejo corazón castigado por la edad. En realidad sólo le miraba la mano. Fina, larga, pecosa aferrada al bastón, presa de él.
Yo era una criatura aún el día en que todo ocurrió. En casa todo el mundo pensaba que ella era eterna. Nunca creía que podía suceder. Ese día le miré nuevamente la mano, cinco dedos que flotaban en el aire libres, terriblemente libres y abiertos, definitivamente lejos del bastón.
No sé cómo pude equivocar el frasco de sus medicinas, por el de aquel tremendo veneno.
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Ángela
Eran los tiempos de la bienaventuranza. Todo andaba bien pero a las cinco y media de la tarde Ángela se ponía triste como una mata sin agua. Pasaba el camión cargado de vacas apretujadas, ignorantes de su destino de tasajo y bofes; destino triste del que sólo ella, Ángela, era testigo a las cinco y media de su tristeza diaria. Todo el bullicio de su edad se oscurecía y adoptaba un tono de madurez impropia de sus años. El camión pasaba allí abajo de su balcón de madera y ella entablaba una secreta solidaridad con las condenadas a muerte.
Pasaron los años destiñendo un poco el color de todas las cosas y trayendo otras nuevas. Ángela había crecido y ya no era más la niña de entonces. Pero el camión seguía pasando a las cinco y media hacia el matadero y Ángela había trasmutado su tristeza infantil, su piedad ingenua, sus lagrimitas sucias de niñita flaca y pobre, por una inmensa rabia, por un callado odio que ella no ocultaba a las cinco y media cuando el camión pasaba, ya no cargado de vacas, sino de hombres.
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Tomados de Cuentos rotos, Consuelo Tomás F., Panamá, INAC, 1991.